Por Jorge Daniel Brahim
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
En el amanecer del 1 de febrero de 1820, bañado de luz tropical y calor húmedo, tan tucumano, una maltrecha volanta tirada por un par de matungos se pone en marcha. Es el principio del fin del descenso vertiginoso de la parábola descripta por la vida de un sufriente. Su trato con la gloria, cuando no fue esquivo, fue a destiempo. Esa asincronía se manifestaba flagrante ahora que la gloria, siempre ubicua, apunta su mira hacia el otro lado de Los Andes. Mientras ella acude raudamente a desposarse con un militar con apellido de santo, el sufriente emprende su viaje hacia el único rumbo posible: el rumbo que le marcó el destino y que lo conducirá, fatalmente, hacia la destemplada mañana porteña del martes 20 de junio de 1820, donde en la casona paterna de la calle Pirán, su periplo vital, con sus menesteres y desdichas, tocará a su fin al mismo tiempo que su memoria hará su ingreso al panteón eterno de los elegidos.
Fueron sus días en la tierra tan pocos, como tantos los que tardó la Argentina en organizarse. Si 50 años en la vida de un hombre no son muchos, se hicieron demasiados para una patria que, por entonces, lo era en ciernes. Un largo prolegómeno en el que sólo supimos ser un sueño, una utopía, una inquina, un desencuentro, una colisión; en definitiva, un conato sangriento. Mientras la emancipación todavía estaba en vilo, la guerra civil comenzaba a roer las propias entrañas de la patria nonata. Ese fue el último paisaje que vieron sus ojos. La nación que con denuedo el sufriente contribuyó a crear le retaceó el privilegio de verla concretada. Y si eso ocurrió, habría que imputárselo a sus obtusos, maniqueos y belicosos connacionales que hicieron lo inimaginable por aplazarla. Entonces, la Patria que en principio fue un esbozo excelso en su mente, terminó siendo en su alma un dolor inmenso.
Manuel Belgrano, el sufriente, sólo consiguió con su muerte el bálsamo que la vida le negó. Su estatura de prócer, vislumbrada de inmediato por sus contemporáneos, tuvo su sello canónico casi 30 años más tarde cuando Bartolomé Mitre publica su biografía. A partir de entonces, el imaginario colectivo no tan sólo lo erigió modelo cívico, sino también, y más precisamente, uno de sus ángeles tutelares.
Hay un hecho puntual que ilustra lo dicho. A fines de diciembre de 2001, nuestro país ingresó en la peor crisis de su corta historia. Eran tales la anomia, la anarquía, la laxitud moral que todo indicaba que nos encaminábamos al nihilismo extremo y que el siguiente paso, el que más se avenía a la lógica, era la disolución nacional. La Argentina iba a dejar de ser. ¿Acaso eso era posible? En medio del desasosiego y la agonía, desde Tucumán se ideó un proyecto editorial que ponía foco sobre el estado casi terminal de la república. A instancias de quien creara estas páginas, el preclaro Daniel Alberto Dessein, cuajó Reinventar la Argentina. Un libro breve, analítico y aleccionador, que cada tanto debiéramos tomarnos el trabajo de releer si es que de amar a la Argentina nos jactamos. Allí, a modo de pronaos, enmarcando la obra, se puede leer un poema de Félix Luna que evidencia la catástrofe que por esos años padecimos:
Disculpe don Manuel, no lo imitamos, / sus sueños son cenizas, son recuerdos / Perdone, don José, qué picardía, / lo suyo es una nube que se aleja / Don Domingo, si rabia lo comprendo / ¿qué queda de su empeño, qué nos queda? / Dilapidar es lo único que hicimos / no miren, por favor, nuestra vergüenza / Tal vez es hora de que bajen, digo, / a mostrarnos de nuevo cómo se hace / una Patria.
Es un réquiem. Un réquiem por un país que parecía perderse. La Argentina estaba al borde de la muerte. Y en la hora de la muerte, de cualquier muerte, se suele implorar por los padres porque sólo ellos nos conectan con la raíz fundante de nuestra identidad. Falucho, entonces, invoca a Belgrano, San Martín y Sarmiento. Son los padres de la Patria. Son ellos quienes nos tutelan, nos amparan y nos inspiran. Son sus manos las que mecerán la Patria cada vez que esta lo requiera en busca de sosiego.
Y aquí vale una reflexión final. Si nos dispusiésemos a formar un podio patriótico, una tríada de insignes argentinos que nos representen como nación, salvo Belgrano y San Martín, los únicos unánimes, todos los demás están en discusión. A ese sitio accedió Belgrano. Allí lo depositó la Historia.
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Jorge Brahim - Ensayista, editor y crítico literario.